"Amazonas, libros y conquistadores: México"
Irving Leonard, Los libros del conquistador, capítulo 2, passim.

Muchos eran los mitos que perturbaban la mente del conquistador y de sus contemporáneos mientras se lanzaban a la aventura por el mundo que acababa de descubrir Colón; pero el que les perseguía de un modo más persistente era la leyenda de las amazonas, las mujeres guerreras. Por doquiera que las expediciones se encaminasen, entre los vastos archipiélagos o en la inmensa tierra firme, siempre andaban en busca de estos marimachos. Las instrucciones que daban los jefes españoles y los contratos que celebraban los conquistadores con quienes financiaban los viajes--porque la conquista del Nuevo Mundo fue hasta cierto punto una empresa privada de carácter capitalista--frecuentemente incluían cláusulas requiriendo la búsqueda de esas mujeres mitológicas. Muchísimas crónicas y documentos de ese período contienen referencias a la pretendida proximidad o al efectivo descubrimiento de tribus femeninas, y semejantes informes se extienden hasta ya entrado el siglo XVIII, empezando por el diario de los viajes de Colón y por los escritos de Pedro Mártir--el primero de los historiadores de América--y de sus sucesores, Oviedo y Herrera, y continuando con crónicas de primera mano como la que dejó Pigafetta sobre el viaje de Magallanes, y particularmente Carvajal, que recopiló la famosa odisea de Orellana por el corazón de la América del Sur, la leyenda aparece de modo muy ostensible. Muchos otros exploradores y aventureros del siglo XVI y de épocas posteriores, incluyendo a Sir Walter Raleigh, dejaron testimonio de los distintos grados de convicción con que se creía lo concerniente a las amazonas.

Data el mito de las guerreras de los antiguos tiempos en que los griegos dijeron haberlas descubierto en el Asia Menor; y las llamaron amazonas posiblemente porque se les atribuía la práctica de amputarse un seno para poder usar con más libertad el arco y la flecha, su arma principal. La historia persistió a través de la Edad Media, ganando fuerza conforme viajeros como Marco Polo, Sir John Mandeville y Pedro Tafur difundieron sus viajes por remotas sierras. Según se decía, las guerreras también asistían en Africa, su verdadera patria de origen, donde vivían en una marisma no lejos de los límites del mundo habitado, y también en la costa occidental, cerca de Sierra Leona. Pero en todos los relatos la localización de las amazonas era sumamente vaga; los antiguos escritores, por ejemplo, las situaban en algún sitio entre Finlandia y la India, de preferencia en el Asia Menor. Era quizás inevitable que el descubrimiento inesperado de un continente en los mares del Oeste abriera para los crédulos renovadas posibilidades de localizar finalmente a tan huidizas hembras. Fue el mismo Colón quien primero alimentó tales esperanzas, asegurando que varias de estas amazonas se escondían en cuevas en algunas islas del Caribe, a las cuales fuertes vientos impedían acercarse, y manifestaba la certeza de que aun otros especímenes podían encontrarse en tierra firme, una vez se pasaran las comarcas de los caníbales. Subsecuentes expediciones españolas siempre parecían haber estado a punto de toparse con los reinos de las extrañas tribus; Orellana, por ejemplo, estaba convencido no sólo de haber encontrado algunas de esas mujeres sino de haber experimentado realmente sus arrojados ataques, a tal punto que el gigantesco río que descubrió y que fue el primer europeo en navegar desde los Andes hasta su desembocadura, acabó llamándose Amazonas y perdiendo el nombre de su descubridor.

Aunque, como ya dijimos, la leyenda databa de mucho tiempo atrás, su fuerte revitalización en el siglo XVI y la universal creencia en su veracidad entre los conquistadores españoles que andaban por el Nuevo Mundo, cimentó la seguridad de que las guerreras se habían avistado o podían avistarse en cualquier momento. Los fantásticos rumores que sobre estos y otros temas recorrían Europa y desde luego España poco antes de los viajes de Colón, fueron confirmados de cierto modo por las Décadas de Pedro Mártir, que en un estilo sobrio y digno de fiar se publicaron en 1516. Otra prueba de la veracidad del mito amazónico la dio la traducción española de los Viajes de Sir John Mandeville, publicada en 1521, el mismo año en que Cortés llevaba a cabo su espectacular conquista de la capital azteca. Dos años después salió de prensas el informe oficial de la circunnavegación del globo que acababa de hacer la expedición de Magallanes, escrita por su cronista y testigo presencial, Pigafetta, que en un párrafo decía que después de tocar Java,

"el más viejo de los pilotos les dijo que en la isla Ocoloro, más abajo de Java, no hay más que mujeres, a las que fecunda el viento; cuando paren, si el hijo es varón le matan inmediatamente; si es hembra, la crían; matan a los hombres que se atreven a visitar su isla".

Pero es dudoso que estos trabajos históricos hayan podido por sí solos cimentar la apasionada creencia de los primeros conquistadores españoles en la realidad y la proximidad de las amazonas. Esos respetables libros no constituían la lectura usual de los soldados rasos, quienes por lo general ni siquiera conocían su existencia; los más instruidos se aficionaban más bien a otras formas literarias, de las cuales derivaban nociones no menos fantásticas. La literatura más popular eran, desde luego, los llamados libros de caballerías, y hacia ellos hay que mirar como la posible fuente de inspiración del revivido mito clásico. Este indicio nos lleva a la continuación de la novela de caballerías Amadís de Gaula, escrito por Garci-Ordóñez de Montalvo bajo el título de Sergas de Esplandián. Se intercala en este relato de las aventuras del hijo de Amadís el episodio de Calafia, reina de las amazonas que vivían en una escabrosa isla, cuyo significativo nombre era "California."

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De todo lo expuesto se deduce indiscutiblemente que la creencia en amazonas que vivían en islas en alguna parte de la costa norte de las Indias estaba firmemente arraigada en la mente de conquistadores y exploradores, desde su primera tentativa de reconocer Yucatán hasta la dramática dominación del interior del país. La preocupación de estos hombres por la leyenda y sus repetidos esfuerzos por localizar las amazonas, difícilmente pueden hacerse radicar sólo en una mera curiosidad intelectual. Quizás se haya debido también a un impulso inconsciente de hombres que habiendo dejado a sus mujeres en la patria lejana, buscaban hembras que fueran su contrapartida psicológica; mas un incentivo todavía mayor para estos rudos aventureros era de seguro el rico tesoro, particularmente aurífero, con el cual las fantásticas guerreras se asociaban inseparablemente según la leyenda.

Pero, ¿por qué estaba el conquistador tan seguro de que las amazonas existían en las Indias? ¿Y por qué se convenció de que el oro de las guerreras le recompensaría de sobra por los esfuerzos que hacía para dar con ellas? Las respuestas a estas preguntas se desprenden de estas palabras de la novela de Montalvo: "Sabed que a mano derecha de las Indias ", y ".. todas sus armas son de oro y no hay otro metal en toda la isla". Sin duda el gran "Mar del Sur" u Océano Pacífico, que se extendía a lo lejos de la costa occidental de la tierra firme, rodeaba esas misteriosas islas, y la península que parecía una isla y se cortaba contra la inmensidad del océano, terminó por llamarse California, nombre que Montalvo había inventado para designar la patria de la reina Calafia y de sus pintorescas guerreras. A decir verdad, aún no se conoce prueba alguna que establezca una conexión definitiva entre este libro de caballerías y el nombre de la Baja California; pero allá por 1542, cuando las Sergas de Esplandián y el Lisuarte de Grecia aún gozaban de popularidad, Juan Rodríguez Cabrillo hizo un histórico viaje a lo largo de esa parte de la costa del Pacífico de Norteamérica. En su diario de navegación usó el nombre de "California" refiriéndose a la costa que se divisaba, lo cual indica que el nombre ya se había establecido firmemente.

Cualquiera que haya sido la intención con que Montalvo habló del reino isleño de Calafia, lo cierto es que gradualmente fue localizándose en una alargada faja de tierra, por mucho tiempo tomada como una isla, que se encontraba aproximadamente "a mano derecha de las Indias"; esto prueba positivamente que el conquistador o explorador que primero la avistó conocía de sobra los emocionantes capítulos de las Sergas de Esplandián.