Octavio Paz, ganador del Premio Nóbel de Literatura en 1990, es uno de los pensadores más destacados de Hispanoamérica. En su colección de ensayos titulada El laberinto de la soledad, Paz intenta entender el carácter solitario, ambiguo, machista, ensimismado, sospechoso, religioso y contradictorio del ser mexicano. Sus teorías, como la de las máscaras que lleva el mexicano, son ya nociones clásicas de la historiografía hispanoamericana.
El capítulo 3 de El laberinto de la soledad, que se encuentra aquí condensado, se titula “Conquista y colonia.” En él Paz empieza resaltando la riqueza cultural, tecnológica y pluralista de Mesoamérica antes de la llegada de los españoles, y pasa a describir la sociedad particular de los aztecas como una sumamente teocrática y militar. Estas características, junto con el fuerte y complejo concepto del tiempo de los aztecas, lleva a Paz a formular una de sus teorías más originales respecto a la derrota de su civilización: los aztecas no fueron vencidos, sino que se suicidaron. Vieron a los españoles como la llegada de otro tiempo, y los aceptaron.
Paz destaca el carácter contradictorio de la conquista, comparando el propósito expansionista de la monarquía y el evangélico de la Iglesia. La ve también como una empresa medieval por una parte (o sea, una extensión de la reconquista contra los musulmanes) y renacentista por la otra. Paz expresa sorpresa ante la rapidez con que los españoles sometieron a los mexicanos, la solidez de la cultura colonial que se estableció y el éxito de la evangelización de la Iglesia. Parte de ese éxito, según Paz, tiene que ver con el cristianismo sincrético que se permitió tomar raíz en el Nuevo Mundo. La Virgen de Guadalupe, virgen indígena, es sólo un ejemplo.
Una de las teorías mís controversiales propuesta por Paz tiene que ver con el trato de los españoles con el pueblo indígena. Comparando la colonia de Nueva España con la de Nueva Inglaterra, Paz nota que los españoles no ignoraron a los indígenas, sino que les dieron un lugar en el mundo y en la sociedad, aunque éste fuera en sus esferas más bajas. (Rodney T. Rodríguez. Momentos cumbres de las literaturas hispánicas. Prentice Hall: Upper Saddle River (NJ), 2004. 31 August 2009. <http://www.geocities.com/ensayohispanico/paz.html>).
Octavio Paz
CUALQUIER contacto con el pueblo mexicano, así sea fugaz, muestra que bajo las formas occidentales laten todavía las antiguas creencias y costumbres. Esos despojos, vivos aún, son testimonio de la vitalidad de las culturas precortesianas. Y después de los descubrimientos de arqueólogos a historiadores ya no es posible referirse a esas sociedades como tribus bárbaras o primitivas. Por encima de la fascinación o del horror que nos produzcan, debe admitirse que los españoles al llegar a México encontraron civilizaciones complejas y refinadas.
Mesoamérica, esto es, el núcleo de lo que sería más tarde Nueva España, era un territorio que comprendía el centro y el sur del México actual y una parte de Centroamérica. Al norte, en los desiertos y planicies incultas, vagaban los nómadas, los chichimecas, como de manera genérica y sin distinción de nación llamaban a los bárbaros los habitantes de la Mesa Central. Las fronteras entre unos y otros eran inestables, como las de Roma. Los últimos siglos de Mesoamérica pueden reducirse, un poco sumariamente, a la historia del encuentro entre las oleadas de cazadores norteños, casi todos pertenecientes a la familia náhuatl, y las poblaciones sedentarias. Los aztecas son los últimos en establecerse en el Valle de México. E1 previo trabajo de erosión de sus predecesores y el desgaste de los resortes íntimos de las viejas culturas locales, hizo posible que acometieran la empresa extraordinaria de fundar lo que Arnold Toynbee llama un Imperio Universal, erigido sobre los restos de las antiguas sociedades. Los españoles, piensa el historiador inglés, no hicieron sino sustituirlos, resolviendo en una síntesis política la tendencia a la disgregación que amenazaba al mundo mesoamericano.
Cuando se reflexiona en lo que era nuestro país a la llegada de Cortés, sorprende la pluralidad de ciudades y cultural, que contrasta con la relativa homogeneidad de sus rasgos más característicos. La diversidad de los núcleos indígenas, y las rivalidades que los desgarraban, indica que Mesoamérica estaba constituida por un conjunto de pueblos, naciones y culturas autónomas, con tradiciones propias, exactamente como el Mediterráneo y otras áreas culturales. Por sí misma Mesoamérica era un mundo histórico.
Por otra parte, la homogeneidad cultural de sus centros muestra que la primitiva singularidad de cada cultura había sido sustituida, en época acaso no muy remota, por formas religiosas y políticas uniformes. En efecto, las culturas madres, en el centro y en el sur, se habían extinguido hacía varios siglos. Sus sucesores habían combinado y recreado toda aquella variedad de expresiones locales. Esta tarea de síntesis había culminado en la erección de un modelo, el mismo, con leves diferencias, para todos.
A pesar del justo descrédito en que han caído las analogías históricas, de las que se ha abusado con tanto brillo como ligereza, es imposible no comparar la imagen que nos ofrece Mesoamérica al comenzar el siglo XVI, con la del mundo helenístico en el momento en que Roma inicia su carrera de potencia universal. La existencia de varios grandes estados, y la persistencia de un gran número de ciudades independientes, especialmente en la Grecia insular y continental, no impiden, sino subrayan, la uniformidad cultural de ese universo. Seléucidas, tolomeos, macedonios y muchos pequeños y efímeros estados, no se distinguen entre sí por la diversidad y originalidad de sus respectivas sociedades, sino por las rencillas que fatalmente los dividen. Otro tanto puede decirse de las sociedades mesoamericanas. En unas y otras, diversas tradiciones y herencias culturales se mezclan y acaban por fundirse. La homogeneidad cultural contrasta con las querellas perpetuas que los dividen.
En el mundo helenístico la uniformidad se logró a través del predominio de la cultura griega, que absorbe a las culturas orientales. Es difícil determinar cuál fue el elemento unificador de las sociedades indígenas. Una hipótesis, que no tiene más valor que el de apoyarse en una simple reflexión, hace pensar que el papel realizado por la cultura griega en el mundo antiguo fue cumplido en Mesoamérica por la cultura, aún sin nombre propio, que floreció en Tula y Teotihuacán, y a la que, no sin inexactitud, se llama "tolteca". La influencia de las culturas de la Mesa Central en el sur, especialmente en el área ocupada por el llamado segundo Imperio maya, justifica esta idea. Es notable que no exista influencia maya en Teotihuacán. Chichén Itzá, por el contrario, es una ciudad "tolteca". Todo parece indicar, pues, que en cierto momento las formas culturales del centro de México terminaron por extenderse y predominar.
El rasgo más acusado de la religión azteca en el momento de la Conquista es la incesante especulación teológica que refundía, sistematizaba y unificaba creencias dispersas, propias y ajenas. Esta síntesis no era el fruto de un movimiento religioso popular, como las religiones proletarias que se difunden en el mundo antiguo al iniciarse el cristianismo, sino la tarea de una casta, colocada en el pináculo de la pirámide social. Las sistematizaciones, adaptaciones y reformas de la casta sacerdotal reflejan que en la esfera de las creencias también se procedía por superposición--característica de las ciudades prehispánicas. Del mismo modo que una pirámide azteca recubre a veces un edificio más antiguo, la unificación religiosa solamente afectaba a la superficie de la conciencia, dejando intactas las creencias primitivas. Esta situación prefiguraba la que introduciría el catolicismo, que también es una religión superpuesta a un fondo religioso original y siempre viviente. Todo preparaba la dominación española.
La Conquista de México sería inexplicable sin estos antecedentes. La llegada de los españoles parece una liberación a los pueblos sometidos por los aztecas. Los diversos estados y ciudades se alían a los conquistadores o contemplan con indiferencia, cuando no con alegría, la caída de cada uno de sus rivales y en particular del más poderoso: Tenochtitlán. Pero ni el genio político de Cortés, ni la superioridad técnica --ausente en hechos de armas decisivos como la batalla de Otumba--, ni la defección de vasallos y aliados, hubieran logrado la ruina del Imperio azteca si éste no hubiese sentido de pronto un desfallecimiento, una duda íntima que lo hizo vacilar y ceder. Cuando Moctezuma abre las puertas de Tenochtitlán a los españoles y recibe a Cortés con presentes, los aztecas pierden la partida. Su lucha final es un suicidio y así lo dan a entender todos los textos que tenemos sobre este acontecimiento grandioso y sombrío.
¿Por qué cede Moctezuma? ¿Por qué se siente extrañamente fascinado por los españoles y experimenta ante ellos un vértigo que no es exagerado llamar sagrado-- el vértigo lúcido del suicida ante el abisno --? Los dioses lo han abandonado. La gran traición con que comienza la historia de México no es la de los tlaxcaltecas, ni la de Moctezuma y su grupo, sino la de los dioses. Ningún otro pueblo se ha sentido tan totalmente desamparado como se sintió la nación azteca ante los avisos, profecías y signos que anunciaron su caída. Se corre el riesgo de no comprender el sentido que tenían esos signos y profecías para los indios si se olvida su concepción cíclica del tiempo. Según ocurre con muchos otros pueblos y civilizaciones, para los aztecas el tiempo no era una medida abstracta y vacía de contenido, sino algo concreto, una fuerza, sustancia o fluido que se gasta y consume. De ahí la necesidad de los ritos y sacrificios destinados a revigorizar el año o el siglo. Pero el tiempo-- o más exactamente: los tiempos-- además de constituir algo vivo que nace, crece, decae, renace, era una sucesión que regresa. Un tiempo se acaba; otro vuelve. La llegada de los españoles fue interpretada por Moctezuma-- al menos al principio-- no tanto como un peligro "exterior" sino como el acabamiento interno de una era cósmica y el principio de otra. Los dioses se van porque su tiempo se ha acabado; pero regresa otro tiempo y con él otros dioses, otra era.
Resulta más patética esta deserción divina cuando se piensa en la juventud y vigor del naciente Estado. Todos los viejos imperios, como Roma y Bizancio, sienten la seducción de la muerte al final de su historia. Los ciudadanos se alzan de hombros cuando llega, siempre tardío, el golpe final del extraño. Hay un cansancio imperial y la servidumbre parece carga ligera al que siente la fatiga del poder. Los aztecas experimentan el calosfrío de la muerte en plena juventud, cuando marchaban hacia la madurez. En suma, la Conquista de México es un hecho histórico en el que intervienen muchas y muy diversas circunstancias.
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España es la defensora de la fe y sus soldados los guerreros de Cristo. Esta circunstancia no impide al Emperador y a sus sucesores sostener polémicas encarnizadas con el Papado, que el Concilio de Trento no hace cesar completamente. España es una nación todavía medieval y muchas de las instituciones que erige en la Colonia y muchos de los hombres que las establecen son medievales. Al mismo tiempo, el Descubrimiento y la Conquista de América son una empresa renacentista. Así, España participa también en el Renacimiento --a menos que se piense que sus hazañas ultramarinas, consecuencia de la ciencia, la técnología y aun de los sueños y utopías renacentistas, no forman parte de ese movimiento histórico --.
Por otra parte, los conquistadores no son nada más que repeticiones del guerrero medieval, que lucha contra moros e infieles. Son aventureros, esto es, gente que se interna en los espacios abiertos y se arriesga en lo desconocido, rasgo también renacentista. El caballero medieval, por el contrario, vive en un mundo cerrado. Su gran empresa fueron las Cruzadas, acontecimiento histórico de signo distinto a la Conquista de América. El primero fue un rescate: el segundo, un descubrimiento y una fundación. Y, en fin, muchos de los conquistadores --Cortés, Jiménez de Quesada-- son figuras inconcebibles en la Edad Media. Sus gustos literarios tanto como su realismo político, su conciencia de la obra que realizan tanto como lo que Ortega y Gasset llamaría "su estilo de vida", tienen escasa relación con la sensibilidad medieval.
Si España se cierra al Occidente y renuncia al porvenir en el momento de la Contrarreforma, no lo hace sin antes adoptar y asimilar casi todas las formas artísticas del Renacimiento: poesía, pintura, novela, arquitectura. Esas formas --amén de otras filosóficas y políticas-- mezcladas a tradiciones y a instituciones españolas y de entraña medieval, son trasplantadas a nuestro continente. Y es significativo que la parte más viva de la herencia española en América esté construida por esos elementos universales que España asimiló en un período también universal de su historia. La ausencia de casticismo, tradicionalismo y españolismo-- en el sentido medieval que se ha querido dar a la palabra: costra y cáscara de la casta Castilla-- es un rasgo permanente de la cultura hispanoamericana, abierta siempre al exterior y con voluntad de universalidad. Ni Juan Ruiz de Alarcón, ni Sor Juana, ni Darío, ni Bello, son espíritus tradicionales, castizos. La tradición española que heredamos los hispanoamericanos es la que en España misma ha sido vista con desconfianza o desdén: la de los herodoxos, abiertos hacia Italia o hacia Francia. Nuestra cultura, como una parte de la española, es libre elección de unos cuantos espíritus. Y así, según apunta Jorge Cuesta, se define como una libertad frente el pasivo tradicionalismo de nuestros pueblos. Es una forma, a veces superpuesta o indiferente a la realidad que la sustenta. En ese carácter estriba su grandeza y también, en algunos casos, su vacuidad o su impotencia. El crecimiento de nuestra lírica-- que es por naturaleza diálogo entre el poeta y el Mundo-- y la relativa pobreza de nuestras formas épicas y dramáticas, reside acaso en este carácter ajeno, desprendido de la realidad, de nuestra tradición.
La disparidad de elementos y tendencias que se observan en la Conquista no enturbia su clara unidad histórica. Todos ellos reflejan la naturaleza del Estado español, cuyo rasgo más notable consistía en ser una creación artificial, una construcción política en el más estricto de los significados de la palabra. La monarquía española nace de una violencia: la que los Reyes católicos y sus sucesores imponen a la diversidad de pueblos y naciones sometidos a su dominio. La unidad española fue, y sigue siendo, fruto de la voluntad política del Estado, ajena a la de los elementos que la componen. E1 catolicismo español siempre ha vivido en función de esa voluntad. De ahí, quizá, su torso beligerante, autoritario e inquisitorial. La rapidez con que el Estado español asimila y organiza las conquistas que realizan los particulares muestra que una misma voluntad, perseguida con cierta coherente inflexibilidad, anima las empresas europeas y las de ultramar. Las colonias alcanzaron en poco tiempo una complejidad y perfección que contrasta con el escaso desarrollo de las colonias fundadas por otros países. La previa existencia de sociedades estables y maduras facilitó, sin duda, la tarea de los españoles, pero es evidente la voluntad hispana de crear un mundo a su imagen. En 1604, a menos de un siglo de la caída de Tenochtitlán, Balbuena da a conocer "La Grandeza Mexicana".
En resumen, se contemple la Conquista desde la perspectiva indígena o desde la española, este acontecimiento es expresión de una voluntad unitaria. A pesar de las contradicciones que la constituyen, la conquista es un hecho histórico destinado a crear una unidad de la pluralidad cultural y política precortesiana. Frente a la variedad de razas, lenguas, vivencias y Estados del mundo prehispánico, los estoles postulan un solo idioma, una sola fe, un solo Señor. Si México aparece en el siglo XVI, hay que concluir que es hijo de una doble violencia imperial y unitaria: la de los aztecas y la de los españoles.
El Imperio que funda Cortés sobre los restos de las viejas culturas aborígenes era un organismo subsidiario, satélite del sol hispano. La suerte de los indios pudo ser así la de tantos pueblos que ven humillada su cultura nacional, sin que el nuevo orden--mera superposición tiránica-- abra sus puertas a la particición de los dominados. Pero el Estado fundado por españoles fue un orden abierto. Y esta circunstancia, así como las modalidades de la participación de vencidos en la actividad central de la nueva sociedad: la religión, merecen un examen detenido. La historia de México, y aun la de cada mexicano, arranca precisamente de esa situación. Así pues, el estudio del orden colonial es imprescindible. La determinación de las notas más salientes de la religiosidad colonial --sea en sus manifestaciones populares o en las de sus espíritus más representativos-- nos mostrará el sentido de nuestra cultura y el origen de muchos de nuestros conflictos posteriores.
La PRESTEZA con que el Estado español –-eliminando ambiciones de encomenderos, infidelidades de oidores y rivalidades de toda índole-- recrea las nuevas sesiones a imagen y semejanza de la Metrópoli, es tan asombrosa como la solidez del edificio social que construye. La sociedad colonial es un orden hecho para durar. Quiero decir, una sociedad regida conforme a principios jurídicos, económicos y religiosos plenamente coherentes entre sí y que establecían una relación viva y armónica entre las partes y el todo. Un mundo suficiente, cerrado al exterior pero abierto a lo ultraterreno.
Es muy fácil reír de la pretensión ultraterrena de la sociedad colonial. Y más fácil aún denunciarla como una forma vacía, destinada a encubrir los abusos de los conquistadores o a justificarlos ante sí mismos y ante sus víctimas. Sin duda esto es verdad, pero no lo es menos que esa aspiración ultraterrena no era un simple añadido, sino una fe viva y que sustentaba, como la raíz al árbol, fatal y necesariamente, otras formas culturales y económicas. El catolicismo es el centro de la sociedad colonial porque de verdad es la fuente de vida que nutre las actividades, las pasiones, virtudes y hasta los pecados de siervos y señores, funcionarios y sacerdotes, de comerciantes y militares. Gracias a la religión el orden colonial no es una mera superposición de nuevas formas históricas, sino un organismo viviente. Con la llave del bautismo el catolicismo abre las puertas de la sociedad y la convierte en un orden universal, abierto a todos los pobladores. Y al hablar de la Iglesia católica, no me refiero nada más a la obra apostólica de los misioneros, sino a su cuerpo entero, con sus santos, sus prelados rapaces, sus eclesiásticos pedantes, sus juristas apasionados, sus obras de caridad y su atesoramiento de riquezas.
Es cierto que los españoles no exterminaron a los indios porque necesitaban la mano de obra nativa para el cultivo de los enormes feudos y la explotación minera. Los indios eran bienes que no convenía matar. Es difícil que a esta consideración se hayan mezclado otras de carcter humanitario. Semejante hipótesis hará sonreír a cualquiera que conozca la conducta de los encomenderos con los indígenas. Pero sin la Iglesia el destino de los indios habría sido muy diverso. Y no pienso solamente en la lucha emprendida para dulcificar sus condiciones de vida y organizarlos de manera más justa y cristiana, sino en la posibilidad que el bautismo les ofrecía de formar parte, por la virtud de 1a consagración, de un orden y de una Iglesia. Por la fe católica los indios, en situación de orfandad, rotos los lazos con sus antiguas culturas, muertos sus dioses tanto como sus ciudades, encuentran un lugar en el mundo. Esa posibilidad de pertenecer a un orden vivo, así fuese en la base de la piramide social, les fue despiadadamente negada a los nativos por los protestantes de Nueva Inglaterra. Se olvida con frecuencia que pertenecer a la fe católica significaba encontrar un sitio en el Cosmos. La huida de los dioses y la muerte de los jefes habían dejado al indígena en una soledad tan completa como difícil de imaginar para un hombre moderno. El catolicismo le hace reanudar sus lazos con el mundo y el trasmundo. Devuelve sentido a su presencia en la tierra, alimenta sus esperanzas y justifica su vida y su muerte.
Resulta innecesario añadir que la religión de los indios, como la de casi todo el pueblo mexicano, era una mezcla de las nuevas y las antiguas creencias. No podía ser de otro modo, pues el catolicismo fue una religión impuesta. Esta circunstancia, de la más alta trascendencia desde otro punto de vista, carecía de interés inmediato para los nuevos creyentes. Lo esencial era que sus relaciones sociales, humanas y religiosas con el mundo circundante y con lo Sagrado se habían restablecido. Su existencia particular se insertaba en un orden más vasto. No por simple devoción o servilismo los indios llamaban "tatas" a los misioneros y "madre" a la Virgen de Guadalupe.
La diferencia con las colonias sajonas es radical. Nueva España conoció muchos horrores, pero por lo menos ignoró el más grave de todos: negarle un sitio, aunque fuere el último en la escala social, a los hombres que la componían. Había clases, castas, esclavos, pero no había parias, gente sin condición social determinado sin estado jurídico, moral o religioso. La diferencia con el mundo de las modernas sociedades totalitarias es también decisiva.
Es cierto que Nueva España, al fin y al cabo sociedad satélite, no creó un arte, un pensamiento, un mito o formas de vida originales. (Las únicas creaciones realmente originales de América --y no excluyo naturalmente a los Estados Unidos-- son las precombinas.) También es cierto que la superioridad técnica del mundo colonial y la introducción de formas culturales más ricas y complejas que las mesoamericanas, no bastan para justificar una época. Pero la creación de un orden universal, logro extraordinario de la Colonia, sí justifica a esa sociedad y la redime de sus limitaciones. La gran poesía colonial, el arte barroco, las Leyes de Indias, los cronistas, historiadores y sabios y, en fin, la arquitectura novohispana, en la que todo, aun los frutos fantásticos y los delirios profanos, se armoniza bajo un orden tan riguroso como amplio, no son sino reflejos del equilibrio de una sociedad en la que también todos los hombres y todas las razas encontraban sitio, justificación y sentido. La sociedad estaba regida por un orden cristiano que no es distinto al que se admira en templos y poemas.
No pretendo justificar a la sociedad colonial. En rigor, mientras subsista esta o aquella forma de opresión, ninguna sociedad se justifica. Aspiro a comprederla como una totalidad viva y, por eso, contradictoria. [...] (31 August 2009. <http://www.geocities.com/ensayohispanico/paz.html>)