Carlos Fuentes, "El siglo de oro"

Durante el siglo XVII en España, la monarquía continuó reteniendo una buena parte del tesoro americano para pagar sus guerras y especialmente sus deudas. El rápido paso del oro y la plata por España hacia Europa, condujo a la devaluación de la moneda. Nadie quería aceptar el vellón de cobre. El imperio español tenía 40 millones de habitantes, incluyendo 16 millones de europeos fuera de la península ibérica, la cual sólo tenía 9 millones de habitantes. Pero la división entre poseedores y desposeídos había ido creciendo a medida que la riqueza se distribuía injustamente. Las ciudades estaban llenas de mendigos, algunos de ellos auténticos pedigüeños, dotados de un certificado que les daba derecho de practicar. Los ciegos eran especialmente privilegiados y estaban autorizados para cantar canciones y vender almanaques. Pero la mayoría de los 150 000 limosneros españoles en la época de Cervantes y Velázquez eran simuladores con talentos especiales para fingir úlceras sangrantes y fiebres súbitas.

Los ladrones podían ser gatos que robaban las casas; devotos que robaban las iglesias; apóstoles, o sea especialistas en tumbar puertas; y capeadores que podían desnudar a un transeúnte en la mitad de la calle. Los bandidos del campo eran, a veces, viejos soldados sin ocupación; otras, hombres que huían de la Inquisición; y otros, a veces, labriegos arruinados.

¿Quién huía de la Inquisición? Una y otra vez, los judíos conversos, despectivamente llamados "marranos" y que no salieron al exilio en 1492, eran objeto de molestia, sospecha y persecución cuando no demostraban la habilidad suficiente para integrarse en la sociedad cristiana, como lo hicieron los Torquemada o, quizás, los antepasados de Teresa de Ávila y aún de Cervantes. Pero, ¿quién en España (e incluso quién entre nosotros, los hispanoamericanos descendientes de España) no nos hemos integrado con la sangre de los judíos y los árabes después de mil años de coexistencia íntima? Más allá del mundo de los mendigos, los ladrones y los pícaros, había un enorme vacío extendiendo los brazos hasta las alturas de la nobleza. En ese vacío se encontraban suspendidos los hidalgos, y un poco más arriba los caballeros, hasta llegar a la cima de la sociedad: los grandes. Éstos se encontraban eximidos de impuestos. Eran juzgados por tribunales especiales. No se les podía encarcelar por deudas. Tenían derecho a portar espada y a vestirse de maneras prohibidas para las órdenes inferiores. Todo individuo se veía sujeto a las regalas, los privilegios o la ausencia de ellos, de su estatuto social.

De esta manera, el conflicto español de la edad de oro se da entre el orden oficial y el desorden extraoficial. Entre ambos, surgieron múltiples respuestas que le dieron al Siglo de Oro español su sentimiento de urgencia y, acaso, también, su belleza. Pues en esta prolongada tensión entre lo que es permitido y lo que es deseado, lo que puede verse y lo que debe permanecer invisible, lo dicho y lo no dicho, hay una belleza pictórica, verbal y dramática más elocuente que cualquier silencio. Todo ello coexistió en España con un sentido del peligro, la estimulación y la inteligencia. Rara vez; en tan poco tiempo, una nación ha probado ser capaz de ofrecer tantas respuestas al desafío de una visión unificada, dogmática y ordenada del mundo. Estas respuestas recorren toda la escala, desde la picaresca hasta la mística.

No hay una pintura en la cual lo humano y lo divino coexistan de manera tan gráfica, tan precisa y tan realista como en El entierro del conde de Orgaz. Dividida entre su esfera humana y su esfera divina, la obra de El Greco sería incompleta sin una u otra. Si dividimos el cuadro horizontalmente, veremos que, singularmente, la parte superior es sin duda un extraordinario retrato religioso del reino de los Cielos, en tanto que la parte inferior es, ciertamente, un magnífico retrato del funeral de un militar y grande de España. Los rostros humanos poseen todos los rasgos de nuestra tradición: individualismo, honor, orgullo, resistencia estoica. Pero sólo cuando una figura en el centro de la pintura mira hacia arriba y acaso encuentra la mirada descendente de Dios, adquiere el Conde de Orgaz su pleno poder de circulación entre el cielo y la tierra, haciendo que uno dependa de la otra, fusionando la materia y el espíritu mediante una articulación de la vida y de la muerte, y de la dignidad terrena con la gloria sobrenatural. Entre ambos, y ciertamente abarcándolos, nace un arte que no se agita en lo cotidiano, en la lucha por la vida, pero que tampoco se sacrifica renunciando a los placeres terrenales. Y quizás sólo entre semejantes extremos y en una sociedad semejante, pudieron nacer el gran arte narrativo y el gran arte figurativo de Miguel de Cervantes y de Diego Velázquez.

El elogio de la locura

Miguel de Cervantes nació en 1547 en el seno de una familia de digna pobreza. Siguió a su padre, un médico fracasado, en la existencia errabunda en la España de Carlos V y Felipe II. Seguramente, Cervantes fue discípulo del renombrado erasmista español Juan López de Hoyos e, inciertamente, estudiante en Salamanca.

La influencia de Erasmo sobre Cervantes fue tan cierta como la enorme influencia de Erasmo sobre la vida española a principios del siglo XVI. El sabio de Rótterdam le suplicó a la Iglesia que se reformase antes de que fuese demasiado tarde. También fue el abogado de una nueva cultura del Humanismo. Todas las cosas poseen múltiples sentidos. Ni la razón ni la fe agotan lo real. Elogiando la locura, Erasmo argumentó que tanto la fe como la razón deben ser términos relativos, no absolutos. Su influencia en la España de Carlos V la revela el hecho de que el propio secretario del rey, Alfonso de Valdés, haya sido un erasmista confeso. Pero después del cisma de la Iglesia y de la Reforma luterana, Erasmo dejó de ser glorificado. Sus libros fueron prohibidos y sus nobles facciones, inmortalizadas en el cuadro de Holbein el Joven, fueron desfiguradas en una atroz caricatura ejecutada por la Inquisición. Con razón Cervantes ni siquiera mencionó su principal influencia intelectual en ninguno de sus libros. Sin embargo, Cervantes es la encarnación erasmiana de la España en la cual coinciden los humores del apogeo y de la decadencia.

En 1534, el humanista Juan Luis Vives le había escrito a Erasmo diciendo: "El tiempo que vivimos es difícil en extremo, y tanto que no podría decir cuál es más peligroso, si el hablar o el callar". Un siglo más tarde, el gran poeta barroco y escritor satírico, Quevedo, exclamaría, cuestionándose a sí mismo y a su sociedad:

¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?

Ambos sabían de qué estaban hablando. Vives, el erasmista y converso, fue exiliado de España, sus posesiones confiscadas y su familia quemada en público por el Santo Oficio. Los irreverentes escritos de Quevedo le condujeron repetidamente a la cárcel. El índice de obras prohibidas por la Inquisición española (incluyendo a Erasmo y a Maquiavelo) era más duro que el del propio Papa. Felipe II prohibió que los españoles estudiasen en el extranjero, con la salvedad de Roma. Este enclaustramiento intelectual afectó la importación y, naturalmente, la publicación de libros en la propia España.

Cervantes, el héroe menor de Lepanto, inicialmente cantó las glorias ortodoxas del imperio, como cuando justificó la famosa expresión de Felipe II de que la Armada había sido derrotada por "los elementos". "Nuestros barcos", escribe Cervantes, "...no los vuelve la contraria diestra, vuélvelos la borrasca incontrastable del viento, mar y cielo".
Pero al finalizar el reino de Felipe, Cervantes publicó una de sus novelas ejemplares, "El celoso extremeño", que originalmente terminaba con los dos amantes en la cama, unidos en la carne. Pero después de que el arzobispo de Sevilla, el cardenal Fernando Niño de Guevara, leyó el manuscrito, "los ángeles de la contrarreforma", como los llama Américo Castro, agitaron sus alas sobre los infortunados amantes. En la versión publicada de la novela, la pareja duerme separada, en perfecta castidad. Cervantes había aceptado las sugerencias de Su Eminencia.

A medida que la realidad impuso los límites que la sobreextensión imperial había desdeñado, y a medida que las saetas de la censura comenzaron a herir su propia carne, Cervantes empezó a desarrollar un lenguaje cómico e indirecto que iba en contra de las normas de la conformidad nacional. Cervantes inventa una pareja dispareja, un hidalgo pobretón que se imagina como un caballero errante de los tiempos antiguos, acompañado por un pícaro, su escudero Sancho Panza: entre ambos, tiende un puente entre los extremos de España, lo picaresco y lo místico; el realismo de la supervivencia y el sueño imperial. De la misma manera, genialmente, se reúnen las armaduras abolladas de Don Quijote y los eructos hambrientos de Sancho Panza, el lenguaje de la épica y el lenguaje de la picaresca. El resultado, desde luego, es la ambigüedad misma tan deseada por Erasmo: la locura razonable, la razón relativa, la obra de arte. Don Quijote habla el lenguaje del absoluto abstracto. Sancho Panza, el lenguaje de la concreción relativa. Los dos personajes dejan de entenderse entre sí, y la novela moderna nace cuando sus protagonistas dejan de hablar el mismo idioma. Los héroes antiguos, Aquiles, Ulises, el rey Arturo, Rolando, hablaban todos el mismo lenguaje. En una novela, cada personaje habla su propio lenguaje.

Pero la locura puede ser en verdad peligrosa. Pues Cervantes, no lo olvidemos, vivió en la época en que Giordano Bruno fue quemado por la Inquisición, cosa que ocurrió en Roma en 1600, cinco años antes de la publicación de Don Quijote. Y en 161 dos años después de la muerte de Cervantes, la Iglesia católica condenó oficialmente el sistema de Copérnico, en tanto que, en 1633, Galileo fue obligado a renunciar a sus ideas ante el Santo Oficio. Galileo murió en 1642. Ese mismo año nació Isaac Newton. Y Europa, la Europa de los altos ideales renacentistas, se había convertido en la Europa de las esperanzas vencidas y de la guerra religiosa. ¿Es todo posible, como lo soñó el humanismo renacentista? ¿O todo se encuentra ahora en duda? En el mismo año, 1605, son publicados Don Quijote, El Rey Lear y Macbeth. Dos viejos locos y un joven asesino aparecen en el escenario del mundo para recordamos a todos la gloria y la servidumbre a la cual la humanidad está sujeta. Shakespeare entona la loa del "valiente mundo nuevo". Cervantes lamenta el paso de la edad de oro: "Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes…Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia. No había el fraude, el engaño ni la malicia mezclándose con la verdad y la llaneza".Cervantes compartió este mundo detestable con Shakespeare. En efecto, ambos murieron en el mismo año y en la misma fecha: el 23 de abril de 1616.

El hombre de La Mancha

Con su libro Don Quijote de La Mancha, Cervantes funda la novela moderna en la nación que con más ahínco rechaza la modernidad. Pues si la España de la Inquisición impuso un punto de vista único, dogmático y ortodoxo del mundo, Cervantes, esencialmente imagina un mundo de múltiples puntos de vista, y lo hace mediante una sátira en apariencia inocente de las novelas de caballería. Es más: si la modernidad se basa en múltiples puntos de vista, éstos, a su vez, se basan en un principio de incertidumbre.

Don Quijote, desde luego, es un hombre de fe, no de dudas, no de incertidumbres, y su certeza proviene de sus lecturas. Su fe se encuentra en sus libros, en sus "palabras, palabras, palabras". Cuando Don Quijote abandona su aldea y parte a los campos de La Mancha, deja detrás de él sus libros, su biblioteca: su refugio. Don Quijote es un lector de libros de caballería y cree en todo aquello que lee. En consecuencia, cuanto ha leído es cierto. La lectura, para Don Quijote, es su locura. Para él, los molinos son gigantes, porque así lo dicen sus libros. Cuando los ataca y cae de cabeza, deduce que esto sólo puede ser la obra de magos y jayanes porque esto es lo que él ha leído y nadie puede convencerlo de lo contrario. Don Quijote se levanta derrotado, vuelve a montar sobre su yegua, y sale nuevamente a dar batalla para deshacer entuertos, derrotar villanos y proteger huérfanos y viudas, porque ésta es la misión que le ha sido encomendada por el código de honor contenido en sus libros. Pero cuando abandonó su aldea y sus libros para salir a los campos de Montiel, Don Quijote también dejó atrás el mundo bien ordenado de la Edad Media, sólido como un castillo, donde todo tenía un lugar reconocible, a ingresa al valiente mundonuevo del Renacimiento, agitado por los vientos de la ambigüedad y el cambio, donde todo está en duda. El genio de Cervantes consiste en que, habiendo establecido la realidad de la fe en los libros que Don Quijote tiene metidos en la cabeza, ahora establece la realidad de la duda en el libro mismo que Don Quijote va a vivir: la novela Don Quijote de La Mancha.

El principio de la incertidumbre queda establecido en la primerísima frase de la novela: "En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme". Puesto en duda el lugar mismo donde la novela ocurre, Cervantes procede a establecer la incertidumbre acerca del autor del libro. ¿Quién es el auto de Don Quijote? ¿Un cierto Cervantes? ¿Un autor árabe traducido por otro autor árabe? ¿.O los autores múltiples de los reales y. potenciales Quijotes apócrifos, continuaciones, reducciones del texto original? ¿O es el verdadero autor el escudero analfabeto, Sancho Panza, el único personaje que se encuentra presente a lo largo de todas las acciones de Don Quijote, excepto cuando es enviado a gobernar la ilusoria ínsula de Barataria? Al poner en duda la autoría del libro, Cervantes pope en duda el concepto mismo de autoridad. Los nombres son inciertos en Don Quijote: "Don Quijote" es simplemente el nombre de guerra de un hidalgo rural llamado Alonso Quijano -¿o Quijada?-. Pero el personaje también se llama a sí mismo "El Caballero de la Triste Figura", en tanto que otros personajes deforman o caricaturizan aún más su nombre, de acuerdo con las circunstancias. El poder de la imaginación quijotesca es tal, que él puede transformar a una yegua desvencijada en el brioso corcel Rocinante. ¿Y quién es la señora ideal de Don Quijote?: ¿una simple muchacha campesina, de voz poderosa y olor a ajo, o la dulce princesa Dulcinea?

Finalmente, el género del libro está también en duda. En la novedad de su novela, Don Quijote incluye todos los géneros literarios en boga en su época: la novela de caballerías, la narración picaresca, el teatro dentro del teatro, el poema pastoral, la novela de amor, la novela bizantina, mezclándolas todas en un género nuevo, el género de géneros, la novela, dotada de una capacidad novedosa para abarcar al mundo entero, incluyendo su multiplicidad.

Lo que finalmente consagra esta variedad de puntos de vista es el hecho de que, en Don Quijote, por primera vez en la literatura, los personajes descubren que están actuando dentro de una novela, que están siendo juzgados por los múltiples puntos de vista de una entidad nueva y radicalmente moderna: el lector de libros publicados por esa otra novedad, la imprenta.

Duda y fe. Certeza a incertidumbre. Tales son los temas del mundo moderno con los que Cervantes funda la novela europea moderna. Dostoievsky llamó a Don Quijote "el libro más triste que jamás haya sido escrito", pues es "la historia de una desilusión". El aura de las grandes esperanzas apagándose paulatinamente hasta perder las ilusiones sería uno de los sellos de muchas novelas modernas. Al final, Don Quijote regresa a su aldea y recupera la razón. Pero para él, esto es una locura. Don Quijote, convertido de nuevo en Alonso Quijada, muere.

Pero, ¿no es realmente el viejo hidalgo Alonso Quijada –o Quijano- quien muere, en tanto que Don Quijote sigue viviendo para siempre en su libro, galante, loca, cómica, heroicamente? ¿Acaso no es vencida la duda y la desilusión, después de todo, por el amor? Pues la verdad es que Don Quijote sabe perfectamente quién es Dulcinea: la humilde muchacha campesina Aldonza Lorenzo. Lo sabe, lo admite y, sin embargo, porque la ama, dice: "es la más alta princesa de la tierra... Bástame a mí pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta, y en lo del linaje, importa poco... Píntola en la imaginación como la deseo... Y diga cada uno lo que quisiere".

Las meninas

Si la contrarreforma y la Inquisición exigían un solo punto de vista, Cervantes responderá que estamos siendo vistos. No estamos solos. Estamos rodeados por los otros. Leemos, somos leídos. No hemos terminado nuestra aventura. No la terminaremos, Sancho, mientras exista un lector dispuesto a abrir nuestro libro y, así, devolvernos la vida. Somos el resultado del punto de vista de múltiples lectores, pasados, presentes y futuros. Pero siempre presentes cuando leen Don Quijote o ven Las Meninas.

Pues a pesar de la multiplicidad de ilustraciones derivadas de Don Quijote -de Hogarth a Daumier, de Doré a Picasso, de Edward Cruikshank en el siglo XIX a Antonio Saura en el siglo XX- quizás la correspondencia más sugerente entre el libro de Cervantes y una obra de pintura se encuentre en un salón, tan quieto como vasto, del Museo del Prado en Madrid. Al entrar en esta sala, sorprendemos al pintor, Diego de Silva y Velázquez, cumpliendo su cometido, que es pintar. Pero, ¿a quién está pintando Velázquez? ¿A la Infanta, sus dueñas, la enana, o un caballero vestido de negro que está a punto de entrar a través de un umbral brillantemente iluminado? ¿O está en realidad pintando a dos figuras que apenas se reflejan en un espejo enterrado en el muro más hondo y sombrío del estudio del artista: el padre y la madre de la Infanta, el rey y la reina de España?

Podemos imaginar, en todo caso, que Velázquez está ahí, pincel en una mano, paleta en la otra, pintando la tela que realmente estamos viendo, Las Meninas. Podemos imaginarlo, hasta que nos damos cuenta de que la mayoría de las figuras, exceptuando desde luego al perro adormilado, o a la dueña excesivamente solícita, nos están mirando a nosotros. Nos miran a ti y a mí. ¿Es posible que seamos nosotros los verdaderos protagonistas de Las Meninas, esto es, de la tela que Velázquez está pintando en este momento?

Velázquez y la corte entera nos invitan a unirnos a la pintura, a entrar en ella. Pero al mismo tiempo, el pintor da un paso adelante y se mueve hacia nosotros. Ésta es la verdadera dinámica de esta obra maestra. Nos otorga la libertad de entrar y salir de la pintura. Somos libres para ver la pintura, y por extensión, al mundo, de maneras múltiples, no sólo de una manera dogmática y ortodoxa. Y somos conscientes de que la pintura y el pintor nos miran. Ahora bien, la pintura que Velázquez está pintando, la tela del pintor en la pintura, nos da la espalda, es una obra inconclusa, en tanto que nosotros estamos mirando lo que consideramos ser el producto terminado. Pero entre estas dos evidencias centrales, se abren dos amplios y sorprendentes espacios. El primero le pertenece a la escena original: Velázquez pintando, la infanta y las dueñas sorprendidas, el caballero de negro entrando por el umbral, el rey y la reina reflejados en el espejo. ¿Ocurrió realmente esta escena? ¿Fue posada, o Velázquez simplemente la imaginó en su totalidad o a través de algunos de sus elementos? Y, en segundo lugar, ¿terminó Velázquez la pintura? Velázquez no fue un pintor popular en su propio tiempo, nos informa José Ortega y Gasset, y se le acusó de presentar pinturas inacabadas. Un eminente contemporáneo del pintor, el poeta Quevedo, llegó a acusar a Velázquez de pintar solamente "manchas distantes".

Pero, ¿no constituye todo esto una apertura más en la sociedad cerrada del dogma y del punto de vista único? ¿No nos confirma Velázquez en la posibilidad de que todo en el mundo, esta pintura, pero también esta historia, esta narrativa, son algo inacabado? Y que, de manera más específica, nosotros mismos somos seres incompletos, hombres y mujeres que no podemos ser declarados "acabados", encerrados dentro de fronteras finitas y ciertas, sino seres incompletos aun al morir, porque, recordados a olvidados, contribuimos a la creación de un pasado que nuestros descendientes deben mantener vivo si ellos mismos quieren tener un futuro.
Cervantes nos enseña a leer de nuevo. Velázquez nos enseña a ver de nuevo. Sin duda, esto es lo propio de los grandes artistas y escritores. Pero estos dos, trabajando desde el corazón de una sociedad cerrada, fueron capaces de redefinir la realidad en términos de la imaginación. Lo que imaginamos es tanto posible como real.

Don Juan y San Juan

Cuando Diego de Silva y Velázquez fue nombrado pintor de la corte por el rey Felipe IV en 1623, quiso establecer una clara distinción entre la libertad de su arte, que él consideraba un don de la naturaleza, y su servicio al rey, que era simplemente el medio para un fin. Astutamente, Velázquez nunca se presentó a sí mismo como pintor, sino como criado del rey Cuando el Papa le envió un collar de oro para premiar su arte, Velázquez lo devolvió. Él no era un pintor sino un funcionario de la Corte. De esta manera, Velázquez se liberó a sí mismo de cualquier obligación hacia el rey excepto la de pintar al monarca y a su familia a medida que envejecían, se convertían en mobiliario teatral, y adquirían el carácter de simples signos en la exploración de un arte que desde hacía tiempo había dejado de semejarlos.

Distante, dice Ortega y Gasset, Velázquez fue un artista de las distancias; distante de la corte, de sus temas, de su técnica, que solo se vuelve "realista" desde lejos, dado que, vista de cerca, su pintura es de una minucia abstracta, audaz, premonitoria. La pintura, de esta manera, existía para el arte. El puesto existía para el rey. Velázquez tenía que hacer esta distinción a fin de prosperar y sobrevivir, y a fin, también, de mantener su sentido del humor. Pues existía la creencia generalizada de que Felipe IV era el modelo para don Juan, el burlador de Sevilla, tal y como lo describió, en la versión original de la obra publicada en 1630, el fraile Gabriel Téllez, cuyo nombre de pluma era "Tirso de Molina". Más adelante, anacrónicamente, se llegaría a mencionar como posible modelo para don Juan a otro libertino, don Miguel de Mañara, renombrado por sus seducciones de monjas enclaustradas. El propio rey Felipe IV se sintió más tentado por las actrices que por las doncellas de Cristo. Tuvo 30 hijos bastardos, y sólo reconoció a uno de ellos: don Juan, su hijo con la actriz María Calderón. Al terminar con una amante, el rey Felipe la enviaba, efectivamente, al convento, para asegurarse de que nadie la poseyese después de él. Excepto, acaso, el propio don Juan. Una dama de la corte, al rechazar los requerimientos del monarca, le dijo: "Señor, no tengo vocación para el convento". La fama que el rey adquirió de libertino, fue en verdad estupenda, y comparable tan sólo a sus tumultuosos arrepentimientos religiosos y a sus cercanas ligas con la abadesa de Agreda, su amiga y consejera más constante.

De esta corte de tenaces intrigas sexuales, penitencias religiosas y prácticas endogámicas, habrían de surgir los enanos y los bufones pintados por Velázquez, pero también el propio hijo y heredero del monarca, Carlos II, llamado el Hechizado. Carlos II, el monarca final de la casa de Austria, fue pintado por Coello como un doble de los bufones deformes de Velázquez: impotente, ignorante, imposible. Pero encima de todas estas figuras grotescas, habría de volar, o deslizarse, la figura de la libertad y del libertinaje, pero también, de una manera perversa, el liberal don Juan, escapándose de las murallas de El Escorial, fugándose de los conventos y monasterios, siempre en desplazamiento, encontrando la velocidad del placer en la velocidad del cambio, disparándosele fuera de las fronteras. La famosa aria del catálogo de Don Giovanni de Mozart, nos informa que el protagonista tiene amantes en Italia, en Francia y en Turquía, pero en España sobre todo, tiene ya "mil y tres". Don Juan es el fundador del mercado común europeo del erotismo, es el Maquiavelo del sexo, siempre escapando a la venganza, pero especialmente, venciendo al tedio y a la repetición. Acaso sólo se ama a sí mismo. En todo caso, la satisfacción se le escapa. Su vida es movimiento, cambio, circulación; insaciable, insatisfecho, inconsolable. Sólo la música, y no la pintura, ni siquiera la poesía, pueden pretender alcanzarle. Don Juan es un fugitivo y su música es una fuga. Su movimiento perpetuo es captado mejor que nadie por Mozart en el más famoso Don Giovanni de todos. Pero el primer don Juan español, El burlador de Sevilla de Tirso, era un hombre joven e inexperto, sin un largo rollo de amantes, sólo cuatro mujeres, para ser exactos, y ningún jardín de placer más allá de Sevilla, sus palacios y sus conventos. Pero si el don Juan masculino es un seductor, ¿cómo evitar la seducción del otro sexo, las mujeres tal y como las pintó otro español del reino de Felipe IV, Francisco Zurbarán, cuyas vírgenes y mártires femeninas se encuentran entre las mujeres más seductoras y perturbadoras jamás representadas? Los desnudos de Zurbarán son pálidos, tibios; pero apenas los viste, se vuelven irresistibles. Como en el flamenco, en la pintura de Zurbarán la ropa es portadora del placer y el pecado inseparables.

Zurbarán recogió la tradición de la virgen mártir española, las mujeres de los siglos primerizos del cristianismo que prefirieron el martirio al sexo, rechazaron el matrimonio o la seducción, especialmente si se las ofrecía un no cristiano o un legionario romano, y por ello entregaron la vida. Zurbarán pintó estas espléndidas figuras de la turbulencia sexual y la pasión por la santidad, perseguidas por amantes rechazados y padres insatisfechos, mujeres dispuestas a ser mutiladas y quemadas, dispuestas a vestirse como hombres y aun a ser acusadas de ser el padre de la hija de un posadero, como le sucedió a Santa Marina; obligadas a vestirse como hombres y ser acusadas, a fin de cerrar el círculo, de seducir a las monjas como en el caso de Santa Margarita.

Cualesquiera que sean las circunstancias, Zurbarán las viste a todas en sedas y brocados, mantones multicolores y capas fluyentes. Las envuelve en rosas y verdes pálidos, naranjas tejidos y amarillos desmayados. Les da sombreros de paja campesinos, báculos de peregrino, tiaras doradas, falsos guardainfantes, canastos de frutas y guirnaldas de flores. Pero también les ofrece los emblemas de su martirio. A Dorotea le devuelve su canasto de flores, que le fuese enviado desde el cielo al procurador romano que la mandó decapitar. Santa Apolonia Aorta sus dientes (aquellos que Felipe II no llegó a coleccionar) y Santa Lucía sus ojos en un plato. La ambigüedad del erotismo sagrado de Zurbarán tiene dos consecuencias importantes. La primera fue que sus cortesanas celestiales podían ser fácilmente presentadas, no sólo como símbolos de la salvación, sino también, venido el caso, como paradigmas de la perdición. Figuras prácticamente idénticas a las santas reaparecen ahora como diablas en la pintura que hace Zurbarán de las tentaciones de San Jerónimo. El santo las espanta con un movimiento de sus brazos, como si fuesen moscas, pero ellas, lujosamente ataviadas, tocan arpas y guitarras y cantan, seguramente, el aria Voi che sapete de las Bodas de Fígaro de Mozart. Pues tanto Zurbarán como Mozart nos preguntan, ¿qué sabemos realmente sobre el amor? Y no es otra la pregunta del más grande poeta místico de España, San Juan de la Cruz, pero dentro de una tensión infinitamente más difícil que cualquiera imaginada por don Juan, Zurbarán o Mozart. San Juan de la Cruz, cuya vida coincidió con el reinado de Felipe II, era un monje; intentó aplicar las estrictas reformas de Santa Teresa de Ávila al orden de los carmelitas, que habían sido relajadas hacia el final de la Edad Media. Para San Juan, el símbolo fundador del orden, el Monte Carmelo, se convirtió también en el símbolo de una ascensión, de un viaje espiritual de la carne a la inmaterialidad absoluta necesaria para ver a Dios, quien está ausente a invisible incluso para los más fieles ojos del hombre.

Alcanzar a Dios es la orden suprema del alma. Todos los escritos de San Juan de la Cruz están permeados por esta obligación. La mera aproximación es rechazada como algo débil y sin mérito. San Juan nos habla de una rendición total del alma a Dios. Sus cuatro grandes obras (Subida al monte Carmelo, Noche oscura del alma, Cántico espiritual y Llama de amor viva) son etapas de la búsqueda del alma hacia Dios, despojándose de todo deseo terreno, a fin de alcanzar el estado de la unión con Dios, casándose con él y adquiriendo la más sublime identificación con él.

El problema para el viaje místico de San Juan es que el camino, por todas partes, estaba rodeado de abrojos. La más espinosa de las cuestiones consiste en saber que para San Juan, Dios es Nada, la Nada suprema, y alcanzarle significa viajar hacia esta nada que no puede ser tocada o vista o comprendida- siquiera en términos físicos, humanos. Dios no es sensible. Es distante; y no hay relación entre él y el ser humano. Esta posición exigente, totalmente implacable, derrotaría al más fiel entre los fieles, pero no a San Juan, el místico español supremo, capaz de sacrificarse y de sacrificarlo todo en uno de esos viajes trascendentales, o transportes sin regreso, tan caros a la ética española: "Todo el ser de las criaturas, comparado con el infinito ser de Dios, nada es... Toda la hermosura de las criaturas, comparada con la infinita hermosura de Dios, es suma fealdad." San Juan creyó esto; pero lejos de renunciar a la unión con Dios, la dificultad sólo acrecentó su apetito. Si todas las cosas sensibles existen rodeadas de silencio y noche, el poeta se perdería en el silencio y en la noche. El problema, desde luego, era que en este silencio absoluto, en esta noche profunda, quizás no había otra comunicación que no fuese la de la muerte. Dios es invisible mientras vivimos. Podemos verle al morir. Éste es el sentido del hermoso, extremo a impaciente poema de San Juan de la Cruz, "Coplas del alma que pena por ver a Dios", acaso uno de los dos más hermosos poemas de la lengua castellana. El genio de San Juan consiste en que, al negarle atención a toda materia mundana y sensitiva, admitió que sólo tenía dos caminos hacia Dios. Uno era la muerte; el otro, la poesía. Mientras se hacía todas estas preguntas sobre la imposibilidad de llegar a Dios, aun mediante la poesía, San Juan se unía a Dios precisamente a través de la poesía. Buscando en medio de la noche oscura de la duda, obtiene lo que desea: la unión con Dios. La jornada de San Juan, en el otro poema mayor de la lengua española, "La noche oscura", se traduce en un misticismo poético en el que el alma es femenina y Dios es masculino. Pero a pesar de San Juan de la Cruz, es imposible escapar a la inmediatez sensual a histórica de la narración que nos entrega en términos simbólicos. Pues por más simbólicos que sean, nos llevan de la mano del poeta a lo largo de una aventura sexual que se inicia en lo más profundo de la noche. "Ella" abandona su casa sosegada, sin que nadie la vea. "Ella" no tiene otra luz sino la que arde en su corazón. Y esta luz la guía a "Ella", a quien "Ella" conoce, donde "El" la espera a fin de que sólo "Ella" pueda exclamar:

¡Oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada!

Y el asunto no termina ahí, porque "Ella" nos informa que sobre sus pechos floridos, que "Él" guarda sólo para "Ella", "Él" cae dormido y "Ella" lo acaricia. Entonces el viento sopla, esparciendo su cabellera, en tanto que "Él", con su mano serena, hiere la garganta de la amada y suspende todos sus sentidos. Finalmente "Ella" dice:

Quedéme, y olvidéme
el rostro recliné sobre el amado,
cesó todo y dejme,
dejando mi cuidado,
entre las azucenas olvidado.

"La noche oscura" es quizás el más grande poema místico de la lengua castellana. También es el más erótico. Quizás es el más místico porque es el más erótico. ¿Enriquece al arte la lucha contra los dogmas, las prohibiciones? La realidad es que mucho gran arte ha nacido en armonía con las convicciones gobernantes y las exigencias de la sociedad, notablemente durante la Antigüedad clásica y en la Edad Media. Pero si es cierto que el mundo moderno nació de un impulso crítico y fue legitimado por él, debemos considerar que la ortodoxia de la Contrarreforma española fue un movimiento antimoderno, aunque burlado por la imaginación en las obras de Cervantes, Velázquez, Tirso de Molina y San Juan de la Cruz; quienes proponen una experiencia crítica desde el interior del ser humano. San Juan de la Cruz era un poeta, aunque fuese un poeta culpado y encarcelado por los enemigos de la reforma religiosa a la cual se unió después de su encuentro con Santa Teresa de Ávila.

Lo que quiero decir es que las respuestas a la contrarreforma podían darse no sólo desde afuera, como lo hacen Cervantes y Velázquez; sino desde el corazón mismo de este movimiento. Nada demuestra lo dicho mejor que la vida y obra de dos santos españoles. Santa Teresa de Jesús (1515-1582) era una extraordinaria mezcla recia de voluntad y actividad e intelecto inseguro. Decidida a restaurar la austeridad de su orden carmelita, sacó fuerzas de sus raíces locales, castellanas. Su voluntad de sobrevivir acaso provino de sus ancestros judíos, conversos. Su combatividad, de la tradición guerrera de la Reconquista. Todos los hermanos de Santa Teresa fueron soldados y emigraron a América. Su realismo le llevó de las profundidades de la vida doméstica, el clan, la familia, la cocina. Sólo ella pudo decir: "Y si es en la cocina, entre los pucheros anda el Señor". Su carácter difícil, también, se nutrió de la posición fronteriza de la tierra castellana. De esa tierra la santa habría de decir al abandonar su ciudad natal, Ávila, "no quiero llevarme ni el polvo de Ávila". "Mujer errante", la llamó Felipe II: latosa, entrometida. Pero al cabo, sólo gracias a la protección del rey fue capaz la santa mujer, durante su vida, de fundar 32 conventos reformados, primero reservados para mujeres, pero, después de su encuentro con San Juan de la Cruz en 1567, también para hombres.

Santa Teresa no poseía el genio literario de San Juan de la Cruz. El defecto de sus escritos es cierta necesidad de explicarlo todo; pero los salva la humildad que tanto contrasta con su poderosa personalidad pública. En sus libros, Santa Teresa abunda en dudas, admisiones de ignorancia y lapsos de la memoria. Pero todos sus escritos brillan con la verdadera luz interior. Pues lo que Santa Teresa intentaba era la abolición completa de su biografía, a fin de convertirse en un ser puramente contemplativo. No había, dijo, otra manera de alcanzar la Gracia. El símbolo de la vida interior es, en esencia, castellano: el castillo. La alta fortaleza de la Reconquista y de las novelas de caballería era la morada del alma cristiana. Dentro del castillo de la perfección, el alma podía contemplar a Dios.

A Santa Teresa se le criticó que sus reformas eran frías y remotas, que imponían una regla de contemplación demasiado alejada de la caridad cristiana. Ella contestaría que, al igual que sus hermanas, oraba por quienes no lo hacían, y que su austeridad no era sino una expiación de los pecados ajenos.

Pero si las carmelitas reformadas de Santa Teresa fueron la cúspide de la autonegación, otra orden, fundada en 1540 por un antiguo soldado, Ignacio de Loyola, subrayó la participación activa en el mundo de sus miembros. La Compañía de Jesús pronto abandonó los muros monacales para adquirir compromisos mundanos, especialmente en el campo de la educación. Y los jesuitas fueron no sólo maestros, sino confesores de los monarcas católicos de Europa. Ni penitencias, ni ayunos, ni uniformes; ninguna rama femenina, sólo una autoridad masculina altamente centralizada, una sociedad falocrática, dominada por la extrema flexibilidad en el contacto con el mundo.

La vasta influencia de los jesuitas en España y en la América española provocó celos, disputas y, finalmente, su expulsión durante las reformas iluministas de los Borbones en el siglo XVIII. Pero en el Siglo de Oro, Santa Teresa y San Ignacio iluminan los extremos religiosos de la contrarreforma española, así como sus productos culturales centrales. Tanto Santa Teresa como San Ignacio representan la renovación religiosa. Vivieron en la tierra, en la severa morada de la mujer, o en el mundo sin fronteras del hombre: política, persuasión, educación a intriga. San Juan de la Cruz vivió en el cielo. Pero acaso el espacio más interesante, o por lo menos más comprensible, de la cultura de la contrarreforma, es el teatro.

La vida es sueño

Este espacio intermedio entre el cielo y la tierra es representado por un sacerdote y autor dramático: Pedro Calderón de la Barca (1600-1681). La vida es sueño es, posiblemente, la más grande de todas las obras de teatro españolas y nos relata la historia del príncipe Segismundo, encerrado en su torre. Cree que éste es su estado natural. Para él, la prisión fue "cuna y sepulcro". Nada pudo recordar o prever fuera de su cárcel. En ella le colocó, recién nacido, su padre el rey de Polonia. La razón invocada es que antes de nacer Segismundo, su madre, la reina, soñó repetidas veces que daría a luz un monstruo en forma humana, que le daría "muerte, naciendo, víbora humana del siglo". Y así aconteció. La reina murió y el rey determinó "de encerrar la fiera que había nacido". Ahí Segismundo vive, mísero, pobre y cautivo. De esta manera, el rey esperaba evitar el reino del "príncipe más cruel y el monarca más impío".

Pero ahora el rey, tal es su albedrío, decide sacar a Segismundo de su cárcel, ponerle en el trono y apostar a que gobierne con prudencia, cordura y benignidad, "desmintiendo en todo al hado que de él tantas cosas dijo". Pero si Segismundo se muestra "osado, atrevido y cruel", el rey su padre habrá cumplido con su obligación devolviéndole a la cárcel que en este caso será no crueldad sino castigo. En realidad, lo que hace el rey es romper la cadena de la fatalidad, dándole una oportunidad a la libertad.

De la fatalidad natural de la cárcel, Segismundo es llevado a la cima tanto de la libertad como de la fatalidad. El augurio se cumple a través de las acciones libres del propio Segismundo, quien se muestra cruel y criminal. Habiendo alcanzado la cima, es entonces arrojado devuelta a la sima y ahí, se le hace creer que cuanto hizo o vio, o sintió, o entendió mientras actuaba el papel del príncipe, fue sólo un sueño. Es regresado a su celda, vestido como un animal.

La larga vida de Calderón de la Barca corrió paralela al Siglo de Oro. Y como él, el siglo lo fue de Jano: una cara miró hacia atrás, hacia el ascenso del imperio español y las extraordinarias hazañas de descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo. Pero la otra cara de Calderón y el siglo miraban ahora hacia el crepúsculo imperial de España durante el gobierno del rey libertino Felipe IV, y su hijo imbécil, el Hechizado. Calderón miró hacia ambos lados. Fue un gran dramaturgo; también fue un español y un católico, un soldado y un sacerdote. Es el más grande autor de autos sacramentales, en los que el dogma de la presencia de Cristo en la Eucaristía es defendido contra la herejía luterana y calvinista. Pero La vida es sueño es una obra asombrosamente moderna, la fuente misma de toda una genealogía de sueños teatrales, de Kleist a Strindberg y Pirandello (incluyendo algunas derivaciones populares en las películas de Buster Keaton y Woody Allen). Pero a pesar de su radical modernidad, es una obra que debe ser entendida como teatro católico de la contrarreforma española, en el cual lo que vemos es una acción que se mueve de la naturaleza, donde el hombre ha caído, a la historia, donde el hombre posee de nuevo la oportunidad de escoger y puede, en consecuencia, equivocarse, a una segunda caída que finalmente es redimida mediante el sufrimiento, la fe y la virtud.Segismundo dice que su delito mayor es haber nacido. Se compara a la naturaleza, que teniendo menos alma que él, tiene más libertad. El protagonista siente esta ausencia de libertad como una disminución radical, un no haber totalmente nacido, una fatalidad que determina "que antes de nacer moriste", y le impulsa a terminar el acto del nacimiento en la historia. Pero, ¿es un delito mayor no haber nacido en absoluto? Segismundo mató a su madre al nacer. Mientras Edipo fue condenado a actuar, Segismundo es condenado a soñar. Esta es su realidad. ¿Pero qué clase de realidad es "el sueño"? ¿Es la regla, siendo la vigilia la excepción? El sueño, comprendido en sus propios términos, como su propia realidad, es intemporal. Puede ser eterno. O acaso empezó hace apenas cinco segundos. Y en un sueño, nada puede ser tocado, nada puede ser poseído.

.La vida es sueño fue escrita en 1635, en medio de la disputa entre los jesuitas, quienes subrayaban el libre albedrío y la inteligencia humana, y los dominicos, quienes acusaban a los jesuitas de liberalismo y en cambio destacaban la omnipotencia de la justicia divina. Y aunque Calderón no dejó de responder a este debate clásico de la cristiandad, respondió, sobre todo, a las exigencias del arte. Su tiempo y sus problemas, los de la Europa posrenacentista, propusieron el gran tema de la naturaleza de la realidad. ¿Qué es lo real, dónde se encuentra, cómo definirlo, cómo saber, de dónde venimos, hacia dónde vamos? Pero Calderón también vivió en la contrarreforma, una época que exigía la defensa del dogma. Empleó el arte para arrojar una inmensa sombra sobre las posibilidades de la verdad, la realidad, la libertad y la predestinación. Calderón convierte to da certeza en problema. Es un dramaturgo; comprende que solo de la duda y el conflicto puede emerger la armonía. ¿Y qué conflicto mayor que el que se da entre la naturaleza y la civilización, entre el sueño y la realidad?

La Mancha

Don Quijote, escribe Ramiro de Maeztu, es el libro ejemplar de la decadencia española. El hidalgo está demasiado viejo para vivir sus aventuras. La era épica de España ha concluido. Cervantes inventó un fantasma para informarle a España del fin de la épica. Don Quijote le dijo a España: Estás exhausta, regresa a casa. Y si Dios es bueno contigo, morirás en paz. El sueño de la utopía había fracasado en el Nuevo Mundo. La ilusión de la monarquía católica universal se había disipado. Después de ocho siglos de Reconquista, descubrimiento y conquista; después de El Cid a Isabel la Católica, después de Colón y Cortés, de Santa Teresa y Loyola, de Lepanto y la Armada, la fiesta había terminado. Sin duda, existe la tentación, a lo largo de la historia de España y de la América española, de decir que los desastres de la historia han sido compensados por los triunfos del arte. Felipe II, la Inquisición, la Armada, la persecución de judíos, moros y conversos; los validos de Felipe III, el libertinaje de Felipe IV y la imbecilidad de Carlos II el Hechizado, de una parte; y de la otra, Don Quijote, San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Las meninas, La vida es sueño, don Juan, El Greco. Pero, ¿no nos dice esta confrontación que la historia de España, y enseguida la de sus colonias americanas, es en realidad la historia, y el dilema, de ser dos naciones, dos culturas, dos realidades, dos sueños, tratando desesperadamente de verse, de encontrarse, de entenderse? Dos valores contrastantes, dos esferas de la realidad, levitando a veces, saltando sobre el vacío, ejecutando un salto mortal para llegar a la otra orilla, la orilla del deseo, y ahí reunirse con el objeto del deseo. Es por ello que las dos figuras de la novela de Cervantes, Don Quijote y Sancho Panza, retienen una tal validez en su contraste y una atracción tan universal en su figuración. En ellos, el dilema de España es reconocible por todos los hombres y en todos los tiempos; todos luchamos con el ideal y con lo real. Todos luchamos entre lo que es deseable y lo que es posible. Todos nos enfrentamos a exigencias abstractas y tratamos de reducirlas a tamaño irónico mediante el absurdo. Todos quisiéramos vivir en un mundo razonable donde la justicia es concreta. Todos somos, a veces, personajes épicos como Don Quijote, pero la mayor parte del tiempo vivimos vidas picarescas como Sancho Panza. Todos quisiéramos significar más de lo que somos. Pero nos ata a la tierra la servidumbre de comer, digerir, dormir, movernos. San Juan desea trascender todo silencio, mientras Santa Teresa dice: "entre los pucheros anda el Señor". Todos somos hombres y mujeres de La Mancha. Y cuando comprendemos que ninguno de nosotros es puro, que todos somos reales a ideales, heroicos y absurdos, hechos por partes iguales de deseo y de imaginación, tanto como de carne y hueso, y que cada uno de nosotros es en parte cristiano, en parte judío, con algo de moro, mucho de caucásico, de negro, de indio, sin tener que sacrificar ninguno de nuestros componentes, sólo entonces entendemos en verdad tanto la grandeza como la servidumbre de España, su imperio, su Edad de Oro y su inevitable decadencia. Estas exigencias iban a ser propuestas, con mayor urgencia y necesidad que nunca, por las comunidades hispánicas del Nuevo Mundo. Pues si en España la cultura fue salvada por la imaginación y el deseo, más allá de los límites del poder, ello iba a constituir una exigencia aún mayor para los hombres y mujeres de la América colonial, porque ellos -es decir, nosotros- nos vimos capturados entre el mundo indígena destruido y un nuevo universo, tanto europeo como americano. La Mancha, en verdad, adquirió todo su sentido en las Américas.