Octavio Paz: la Nueva España virreinal

Escritor y diplomático mexicano, Octavio Paz (1914-98) fue autor de numerosos libros de poesía, ficción y ensayos. Su obra maestra ensayística es El laberinto de la soledad, centrada en cuestiones de identidad nacional. Figura destacada de las letras mexicanas, Paz fue galardonado en 1990 con el premio Nobel de literatura. Siempre interesado en examinar la relación entre poesía y nación, Paz publicó en 1982 Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, un estudio de su obra. Este fragmento proviene del segundo capítulo introductorio, en el que Paz describe el ámbito social de su momento.

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Nueva España fue una típica sociedad de corte. Muchas de las observaciones que recientemente se han hecho sobre esta institución son perfectamente aplicables a las dos cortes americanas, la de México y la de Lima. No es posible tratar este asunto aquí pero, de paso, señalo que las dos únicas naciones hispanoamericanas que tuvieron una corte fueron asimismo las únicas que poseían, antes de la llegada de los europeos, regímenes políticos centralizados. La imagen de Nueva España como un reino dependiente, patrimonialista, pluralista y acentuadamente mercantilista, en cuyas estructuras económicas convivían el latifundio y el ejido, las corporaciones y los gérmenes capitalistas, es a todas luces insuficiente. La corte, centro y cúspide de la sociedad, hace inteligible a esta imagen y le da sentido. La corte no sólo tuvo una influencia decisiva en la vida política y administrativa sino que fue el modelo de la vida social. Sin la corte no podemos comprender ni la vida ni la obra de sor Juana; no sólo vivió en ella durante su primera juventud sino que su vida puede verse como la historia de sus relaciones, a un tiempo íntimas, frágiles e inestables, con el palacio virreinal.

Teatro de actividades sociales y culturales no menos que de intrigas y decisiones políticas, la corte virreinal fue un centro de irradiación moral, literaria y estética; al influir en las actitudes y en las maneras de la gente, modificó profundamente la vida social y los destinos individuales. Ejemplo de cortesía, costumbres y modas, la corte rigió las maneras de amar y comer, de velar a los muertos y cortejar a las vivas, de celebrar los natalicios y llorar las ausencias. "El criterio que mide la importancia de aquellos hechos que debemos recordar--dice Valéry en el prólogo a Regards sur le monde actuel--es el que se refiere a las modificaciones de la vida en sus modos de conservación, difusión y relación." Esos modos no son otros que los de la cortesía y la urbanidad. La corte virreinal ejerció una doble misión civilizadora: transmitió a la sociedad novohispana los modelos de la cultura aristocrática europea y propuso a la imitación colectiva un tipo de sociabilidad distinto a los que ofrecían las otras dos grandes instituciones novohispanas, la Iglesia y la Universidad. Frente a éstas, la corte representa un modo de vida más estético y vital. La corte es el mundo, el siglo: un ballet, no siempre vano y muchas veces dramático, en el que los verdaderos personajes son las pasiones humanas, de la sensualidad a la ambición, movidas por una geometría estricta y elegante. […]

Otro rasgo premoderno distintivo de Nueva España: la ortodoxia. […] La ortodoxia hispánica se alimentó del [...] neotomismo [...]. Aunque esta doctrina fue pensada para la Europa del siglo XIII, en su nueva versión española se adaptó a las mil maravillas a Nueva España, quizá mejor que al mundo europeo. El neotomismo considera a la sociedad "como un sistema jerárquico en el cual cada persona y cada grupo sirven un propósito de orden general y universal que los trasciende". La sociedad no es un conjunto de átomos individuales, como la filosofía política de la Edad Moderna, sino una asociación de subsociedades y subgrupos. El sistema es jerárquico y la jerarquía no es un producto del contrato social sino que pertenece al orden del universo y de la naturaleza. Este orden jerárquico ofrece un principio rector capaz de enderezar las injusticias, los abusos y los entuertos: un soberano aceptado por todos. La autoridad del príncipe se origina en el pueblo; sin embargo, el príncipe no es responsable ante la sociedad sino ante Dios. El neotomismo era una filosofía destinada a dar una justificación lógica y racional a la revelación cristiana; a su vez, la prédica y la defensa de la revelación cristiana eran el fundamento del Imperio español. La ortodoxia religiosa era el sustento del sistema político. […]

[E]l universalismo religioso, filosófico y político de Nueva España no toleraba las herejías ni la desobediencia a la autoridad del monarca y sus representantes pero aceptaba todos los particularismos. Si de las formas y estructuras sociales y políticas se pasa a la composición de la población de Nueva España, la realidad no es menos compleja y abigarrada. En la base, los indios; en la cúspide, los españoles y criollos. Jacques Lafaye advierte que la división de los indios en dos grandes grupos corresponde a la gran división de Mesoamérica antes de la conquista: los nómadas y los sedentarios [Jacques Lafaye, Quetzalcóatl et Guadalupe, París, 1973. (Ed. en español, FCE 1979)]. A la inversa de lo que ocurrió con los sedentarios, las tribus nómadas no perdieron bruscamente su cultura y conservaron durante mucho tiempo sus creencias religiosas y sus chamanes. Los sedentarios, atados a la tierra y a la minería, fueron los que sufrieron más profundamente el desgarramiento de la conquista. La sociedad mesoamericana, a la llegada de los españoles, vivía un período de guerras continuas, iniciado probablemente siglos antes, a la caída de Teotihuacán. La derrota militar y la servidumbre que la sucedió no podían ser novedades para los indios; la verdadera y terrible novedad fue la destrucción de su civilización. El cambio del sistema social, político y religioso fue total. Ese cambio comenzó con la demolición de los templos y monumentos religiosos y por la aniquilación física de los dos grupos dirigentes: la aristocracia y la casta de los sacerdotes y chamanes. La destrucción de los templos, las estatuas y las pinturas fue la abolición de los símbolos; la exterminación de la casta sacerdotal, la extirpación de la memoria y la conciencia de los vencidos.

El triunfo militar de los españoles fue visto como un cambio religioso: los dioses indios desaparecieron por el horizonte mítico de que habla el poema de Quetzalcóatl. Pero una sociedad que cree en el tiempo cíclico, ve el fin de un ciclo como el comienzo de otro. La puerta por donde salen las divinidades es la puerta de entrada de otras divinidades. ¿Otras? La fuga de los dioses indios fue su regreso con otros nombres. La conquista dejó a las masas indias en la orfandad espiritual. Esa situación de total desposeimiento psíquico hizo posible su conversión al cristianismo: el bautismo significaba la posibilidad de pertenecer al nuevo orden religioso, jurídico y político de la Nueva España. El bautismo abría las puertas de ingreso a la nueva sociedad y, al mismo tiempo, las del regreso al antiguo mundo de lo sagrado. Los indios se volvieron cristianos; la divinidad cristiana y sus vírgenes y santos se indianizaron. Desde el principio el cristianismo indio fue un sincretismo popular e instintivo. Un sincretismo que influyó profundamente en las creencias de criollos y mestizos pero que no hay que confundir con las especulaciones sincretistas posteriores.

El siglo XVI fue el siglo de la evangelización y la edificación. Siglo arquitecto y albañil: conventos, iglesias, hospitales, ciudades. El arte y la ciencia de construir ciudades son políticos. Una civilización es ante todo un urbanismo; quiero decir, más que una visión del mundo y de los hombres, una civilización es una visión de los hombres en el mundo y de los hombres como mundo: un orden, una arquitectura social. Los siglos XVII y XVIII continúan la obra constructora. Plazas, iglesias, ayuntamientos, acueductos, hospitales, conventos, palacios, colegios: las ciudades de Nueva España son la imagen de un orden que abarcó a la sociedad entera, al mundo y al transmundo. […] En el siglo XVII el territorio se extiende, la paz es interrumpida sólo de vez en cuando por las sublevaciones de los nómadas y las incursiones de los piratas, las ciudades crecen y aparecen en ellas, hermanas gemelas, el lujo y la cultura. Una sociedad rica y sensual pero devota y supersticiosa, una sociedad obediente al poder real y sumisa a los mandatos de la Iglesia pero sacudida por extraños delirios a un tiempo fúnebres y lujuriosos.

En el siglo XVII se dibuja con mayor claridad la división dual en la cumbre de la sociedad. El poder político y militar era español; el poder económico, criollo; el poder religioso tendía a repartirse entre unos y otros. Difícil equilibrio que no fue roto sino hasta la Independencia. El resentimiento de los criollos frente a los españoles, ya visible en el siglo XVI se acentúa en el siglo XVII. El criollo se sentía leal súbdito de la corona y, al mismo tiempo, no podía disimularse a sí mismo su situación inferior. La burocracia española lo desdeñaba: el criollo era español y no lo era. La misma ambigüedad ante la tierra donde había nacido y en la que sería enterrado: era suya y no lo era. Continua oscilación: los criollos eran, como los indios, de aquí y, como los españoles, de allá. El patriotismo criollo era contradictorio: amor a la tierra de ultramar y amor al terruño. En el siglo XVII estos encontrados sentimientos no se expresaban en términos políticos sino que tenían una coloración afectiva, religiosa y artística.

Los mestizos duplicaban la ambigüedad criolla: no eran ni criollos ni indios. Rechazados por ambos grupos, no tenían lugar ni en la estructura social ni en el orden moral. Frente a las dos morales tradicionales--la hispana fundada en la honra y la india fundada en el carácter sacrosanto de la familia--el mestizo era la imagen viva de la ilegitimidad. Del sentimiento de ilegitimidad brotaban su inseguridad, su perpetua inestabilidad, su ir y venir de un extremo al otro, del valor al pánico, de la exaltación a la apatía, de la lealtad a la traición, Caín y Abel en una misma alma, el resentimiento del mestizo lo llevaba al nihilismo moral y a la abnegación, a burlarse de todo y al fatalismo, al chiste y la melancolía, al lirismo y al estoicismo.

En una sociedad en la que la división del trabajo coincidía más estrictamente que en otras con las jerarquías sociales, el mestizo era, literalmente, un hombre sin oficio ni beneficio. Verdadero paria, su destino eran las profesiones dudosas: de la mendicidad al bandidaje, del vagabundeo a la soldadesca. En los siglos XVII y XVIII el hampa se reclutaba entre los mestizos; en el siglo XIX, los acogieron la policía y el ejército. Carrera fulgurante: bandido, policía, soldado, guerrillero, caudillo, líder político, universitario, jefe de Estado. El ascenso de los mestizos se debe no sólo a razones de orden demográfico--aunque son ya la mayoría de la población mexicana--sino a su capacidad para vivir y sobrevivir en las circunstancias más adversas: arrojo, fortaleza, habilidad, aguante, ingenio, soltura, industria, inventiva. Además, hay otra razón de orden existencial: entre todos los grupos que componían la población de Nueva España, los mestizos eran los únicos que realmente encarnaban aquella sociedad, sus verdaderos hijos. No eran, como los criollos, unos europeos que deseaban arraigarse en una tierra nueva; tampoco, como los indios, una realidad dada, confundida con el paisaje y el pasado prehispánico. Era la verdadera novedad de la Nueva España. Y más: eran aquello que la hacía no sólo nueva sino otra. Pero en el siglo XVII la influencia mestiza apenas se inicia. [...]

 

Octavio Paz, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (México, D.F.: FCE, 1997), 42-54 (selección).