Juan Rulfo (1918-1986) fue escritor mexicano hoy reconocido como una de las voces narrativas más importantes que preceden el "Boom" latinoamericano. Nacido en Sayala, Jalisco, Rulfo se traslada a la Ciudad de México en 1934 y vive allí hasta su muerte. Los dos libros de Rulfo son El llano en llamas (1953), una colección de cuentos, y una novela, Pedro Páramo (1955). Tanto los cuentos como la novela emplean una prosa precisa y realista que a la vez retrata el mundo pequeño y pobre del México rural y el mundo universal del ser humano.
"Es que somos muy pobres"
Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió
mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado
y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca.
A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba
asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes
olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo;
lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados
debajo del tejabán, viendo cómo el agua fría que caía
del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.
Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce
años, supimos que la vaca que mi papá le regaló para el
día de su Santo se la había llevado el río.
El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso
de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que traía
el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco
de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba
derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir,
porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo
igual hasta traerme otra vez el sueño.
Cuando me levanté, la mañana estaba llena de
nublazones y parecía que había seguido lloviendo sin parar. Se
notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía
más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor
a podrido del agua revuelta.
A la hora en que me fui a asomar, el río ya había
perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose
a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen la Tambora. El chapaleo
del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes chorros
por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que era
ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran
a esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente.
Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río
se debía de haber llevado, quién sabe desde cuándo, el
tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no
se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo,
y por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos
es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años.
Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero
y de agua que cada vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy
por encima de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y
horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la
barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente,
pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y sólo se ven las
bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero
no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde también hay
gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí
fue donde supimos que el río se había llevado a la Serpentina,
la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá se la regaló
para el día de sus cumpleaños y que tenía una oreja blanca
y otra colorada y muy bonitos ojos.
No acabo de saber por qué se le ocurriría a la
Serpentina pasar el río este, cuando sabía que no era el mismo
río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue
tan atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido dormida para
dejarse matar así nomás por nomás. A mí muchas veces
me tocó despertarla cuando le abría la puerta del corral, porque
si no, de su cuenta, allí se hubiera estado el día entero con
los ojos cerrados, bien quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas
cuando duermen. Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió.
Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que el agua pesada le golpeaba
las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de regresar;
pero al volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella
agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le
ayudaran. Bramó como sólo Dios sabe cómo.
Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba
el río si no había visto también al becerrito que andaba
con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto.
Sólo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita
de donde él estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió
a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río
rodaban muchos troncos de árboles con todo y raíces y él
estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no podía fijarse
si eran animales o troncos los que arrastraba.
Nomás por eso, no sabemos si el becerro está
vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si así
fue, que Dios los ampare a los dos.
La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder
el día de mañana, ahora que mi hermana Tacha se quedó sin
nada. Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a la
Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana,
con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como
lo hicieron mis otras dos hermanas las más grandes.
Según mi papá, ellas se habían echado
a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas.
Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio por andar
con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron
pronto y entendían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas
horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban cada
rato por agua al río y a veces, cuando uno menos se lo esperaba, allí
estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada
una con un hombre trepado encima.
Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero
les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde ya no pudo aguantarlas
más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no
sé para donde; pero andan de pirujas. Por eso le entra la mortificación
a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a resultar como sus
otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta
de su vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras
le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para
siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la vaca era distinto, pues
no hubiera faltado quien se hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo
por llevarse también aquella vaca tan bonita.
La única esperanza que nos queda es que el becerro esté
todavía vivo. Ojalá no se le haya ocurrido pasar el río
detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está
tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.
Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado
tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde su abuela
para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en el terror
de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a nadie.
Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde les vendría
ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vuelta a
todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado de
nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada
vez que piensa en ellas, llora y dice: "Que Dios las ampare a las dos."
Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio.
La peligrosa es la que queda aquí, la Tacha, que va como palo de ocote
crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que prometen ser como los
de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados para llamar la atención.
--Sí dice-- , le llenará los ojos a cualquiera
donde quiera que la vean. Y acabará mal; como que estoy viendo que acabará
mal.
Esa es la mortificación de mi papá.
Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque
se la ha matado el río. Está aquí, a mi lado, con su vestido
color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar.
Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera
metido dentro de ella.
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende.
Llora con más ganas. De su boca sale un ruido semejante al que se arrastra
por las orillas del río que la hace temblar y sacudirse todita y, mientras,
la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de allá salpica
la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo,
sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar
por su perdición.